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Texto: Galo Martín
Nueva Inglaterra se le quedó pequeña. Herman Melville antes de lanzarse a escribir se lanzó al mar. De vuelta escribió lo que vivió. Contó cómo se ganaban la vida las gentes de New Bedford, de la isla de Nantucket y de otras lejanas latitudes siempre bañadas en salitre y espuma, arpón en ristre. La industria ballenera alimentó a muchas familias e iluminó al mundo, pues de los cachalotes cazados se extraía el preciado espermaceti, un aceite ceroso usado para la fabricación de velas.
Desde su escritorio en la granja Arrowhead (en Berkshire), contemplaba la montaña nevada de Greylocke e imaginaba que era la silueta de una temible ballena blanca. A partir de ahí recreó la eterna lucha entre el hombre y la naturaleza, encarnada en un gigante marino.
Un viajero impenitente
Herman Melville nació en la ciudad de Nueva York en 1819. Cambió de residencia muchas veces, tantas como probó suerte en diferentes trabajos. Era como si la fría corriente de Humboldt le empujase de aquí para allá. Ese nomadismo le permitió atesorar las vivencias que plasmó en los libros que escribió una vez se asentó en tierra firme. Moby Dick, novela publicada en 1851 y una de las obras más notables de la literatura norteamericana y universal, puede considerarse también como un cuaderno de viaje.
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New Bedford y los marineros muertos
“En New Bedford, charlan en las esquinas caníbales auténticos y verdaderos salvajes, muchos de los cuales llevan aún encima carne de maldición. Su contemplación da una sensación extraña”, se lee en el capítulo 6, titulado La calle. New Bedford no es una ciudad cualquiera, al menos no lo fue. En aquel lugar, donde las calles estaban cubiertas de grasa y sangre, los hombres tenían cien veces más posibilidades de morir que en cualquier otro. ¿Por qué? Porque en New Bedford se vivía de cazar cachalotes. Una actividad que causó la muerte a muchos marineros llegados de Azores, Cabo Verde, Fiyi…, además de jóvenes hijos de pudientes familias procedentes de Vermont y New Hampshire, sedientos de aventuras y gloria.
Todos ellos, antes de partir, hacían una visita dominical a la capilla que hay en la esquina que forman las calles Johnny Cake Hill y Bethel. En su interior hay lápidas de mármol ribeteadas de negro, incrustadas en la pared, todas con frías inscripciones que hacen referencia al muerto y la causa de su fallecimiento:
Consagrada a la memoria del finado capitán
Ezequiel Hardy,
a quien mató un cachalote en la proa
de su lancha, en las costas del Japón,
3 de agosto de 1833.
Esta lápida la erigió su viuda en recuerdo suyo
Estos cenotafios se encuentran alrededor de un púlpito en forma de proa de barco. Desde aquí el pastor pronunciaba su sermón, pero es fácil imaginárselo lanzando un arpón.
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La industria de la cera
La industria de las velas, que tanta prosperidad proporcionó a este lugar, fue un hallazgo de los cuáqueros, disidentes religiosos procedentes de la isla de Nantucket, alrededor de 1780, que se establecieron en esta zona. Ellos ya sabían que el interior del cráneo de los cachalotes contenía la sustancia llamada espermaceti, un aceite ceroso con el que fabricaban velas que al encenderse no producían humo ni desprendían mal olor. Sin embargo, uno sabía que se acercaba a New Bedford por el hedor que emanaba de las fábricas en las que se despiezaba a los animales muertos, actividades que se concentraban en las calles William y Water.
Ese aceite transformado en combustible se exportó e iluminó al mundo. Todo esto se tradujo en un puerto bullicioso en el que la riqueza generada se filtró desde los muelles hacia los bancos y las calles, que se llenaron de palacetes y casas señoriales decoradas con arpones de hierro. En Moby Dick Herman Melville escribe: “Todas estas magníficas casas y floridos jardines proceden del Atlántico, Pacífico e Índico. Todas sin excepción fueron arponeadas y remolcadas hasta aquí desde el fondo del mar”. Un buen ejemplo es la casa Rotch-Jones-Duff. William Rotch fue el dueño del primer barco ballenero que zarpó desde New Bedford.
Tiempo después de aquello, en 1841, Herman Melville se enroló en el barco ballenero Acushnet que partió desde Fairhaven, en la actualidad el astillero que hay al otro lado del canal que le separa del puerto de New Bedford. Navegó durante tres años y no fueron pocos los avatares por los que pasó: abandonó el barco por desavenencias con el capitán aprovechando que estaban atracados en las islas Marquesas, pasó casi un mes con los nativos antes de volver a enrolarse en otro barco rumbo primero a Tahití y después a Hawai. Finalmente regresó a los Estados Unidos a bordo de una fragata de la marina estadounidense. Se instaló en Lansingburgh (estado de Nueva York) y escribió sus primeras historias entre 1846 y 1849: Typee, Omoo, Mardi, Redburn y White-Jacket.
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La isla de Nantucket, ayer y hoy
A veces el autor tiró de imaginación para describir lugares que aún no había visitado, como la isla de Nantucket, desde donde parte el ballenero Pequod en la novela. Herman Melville describe en su obra este lugar un año antes de visitarla.
Cuando Melville visitó Nantucked en 1852 la caza de la ballena estaba ya en decadencia, debido al hallazgo de yacimientos petrolíferos en Pensilvania y el estallido de la Fiebre del Oro californiana. En esa época las primas por asegurar los buques se dispararon, el queroseno empezó a ser más barato que el espermaceti, a lo que se unió el comienzo de la Guerra Civil americana y el tiro de gracia: la invención de la bombilla eléctrica en 1879 por Thomas Edison. A partir de ese momento, la isla de Nantucket cambia radicalmente su ambiente y fisonomía. Ya no es el típico puerto de pescadores, si no un punto turístico, un lugar al que uno va a relajarse, a disfrutar de sus playas de conchas y, desde hace algunos años, ir de compras a las coquetas tiendas y galerías de arte del centro urbano empedrado. El ambiente marinero persiste en su gastronomía: rollos de langosta y una sopa espesa llamada clam chowder, hecha con nata, patatas, vieras y almejas, platos que se sirven con generosidad en el pub local Rose and Crown.
La isla hoy es una especie de Sotogrande en el que se refugian personalidades y millonarios: Barack Obama, Bill Gates y Meryl Streep, por citar algunos. También hay adinerados anónimos que disfrutan de sus bellas casas de dos alturas con sótano, porche y jardín, y muchas con embarcadero o, en su defecto, barca estacionada a la puerta. Propiedades así es lógico que tengan nombre: Ferry Whistle, Windward, Pipe Dreams, Beachside, Old Glory, Wind Fall, etc. Para sentirse como uno de estos vecinos, la alternativa es darse el capricho y alojarse en uno de los establecimientos de Nantucket Island Resorts, por ejemplo el White Elephant Nantucket.
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Melville describe esta isla como un “codo de arena”, a 50 km de la costa de Cape Cod y habitada por algo menos de 15.000 personas. Por la niebla que la envuelve Nantucket se conoce como Grey Lady. Fue la tribu Wampanoag, sus primeros pobladores, los que bautizaron a la isla como Nantocke, la Tierra del más Allá. Esta tierra flotante fue colonizada en 1641 por ingleses de Massachussetts y New Hampshire que querían desarrollar una nueva comunidad fuera del control puritano en la que se aboliese la esclavitud, hubiera sufragio universal y educación pública. Aquí vivió Maria Mitchell, la primera mujer astrónoma profesional estadounidense. La industria ballenera estuvo activa desde 1712 hasta mediados del siglo XIX y de aquella época hoy se conservan más de 800 edificios históricos. Las casas Hadwen y Thomas Macy pertenecieron a ricas familias dedicadas al negocio ballenero. No podía faltar un museo que honrase aquella actividad, ubicado en una antigua fábrica de velas. La joya de la colección es un esqueleto de una ballena de 14 m que apareció varada en una de las playas de Nantucket el 1 de enero de 1998 y la antigua lente de Fresnel de Sankaty Head Light, el faro más oriental de la isla, expuesta en la recepción del museo.
La granja de Arrowhead
Ya hemos dicho que Herman Melville escribió lo mejor de su obra en Arrowhead, la casa de campo de Berkshire donde él y su familia vivieron desde 1850 hasta 1863. No muy lejos de aquella vivienda de estilo federal de finales del siglo XVIII vivía otro gran novelista de la época, Nathaniel Hawthorne, a quien Melville le dedicó su Moby Dick.
La célebre ballena que protagoniza su novela, Herman Melville no se la imaginó en uno de sus viajes oceánicos a bordo de un barco ballenero, sino mientras contemplaba la montaña nevada de Greylock desde la ventana de su escritorio situado en la segunda planta de esa granja aislada. Su redacción le llevó casi dos años y aquel marco con vistas insufló vida además de a Moby Dick, a protagonistas e historias de otras novelas, cuentos y poemarios: Pierre, The Confidence Man e Israel Potter, The Piazza Tales, Bartleby, el escribiente. Una historia de Wall Street (publicado por Alianza Editorial. También hay una nueva edición publicada por Penguin Clásicos, con prólogo de Enrique Vila-Matas) y Las Encantadas (Círculo de Tiza ha publicado una edición especial de este título escrito por Herman Melville y otro por Charles Darwin en una colección que lleva por título Cruce de caminos).
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Triste final
Sin embargo, Melville no vio la fama en vida. Moby Dick no fue valorada por el público de la época e incluso le llevó al descrédito, a pesar de ello siguió escribiendo narraciones cortas que publicando en diversas revistas.
No pudo dedicarse solo a la escritura y, lleno de deudas, tuvo que regresar con la familia a la ciudad de Nueva York, para trabajar como inspector en la Casa de Aduanas, modesta labor que desempeñó durante veinte años. Falleció en 1891 completamente olvidado. Triste final para alguien que arrancó su vida surcando los mares a bordo de barcos balleneros.
Herman Melville está enterrado en el neoyorquino cementerio de Woodlawn, junto al pianista Duke Ellington, el trompetista Miles Davis, Joseph Pulitzer, Celia Cruz y otros ilustres personajes de la cultura del siglo XX. Su obra no fue reconocida hasta más de medio siglo después de su muerte y su figura se ha ido revalorizando modernamente hasta llegar a ser uno de los más apreciados escritores de las letras universales.
Cómo ir
Iberia opera un vuelo directo Madrid-Boston y Madrid-Nueva York. Es recomendable aterrizar en una ciudad y despegar desde otro, así se pueden ver y disfrutar ambas en un mismo viaje.