Hacia el Corcovado
Mi entrada en Costa Rica fue por la frontera de Canoas, donde una serie de campamentos improvisados de inmigrantes y numerosos camiones abarrotaban el paso. Ese día estaba feliz. No me dolía la rodilla. Un golpe seco sobre el pasaporte para estampar el sello y 40 km más para acabar la etapa eran suficientes para afrontar mi siguiente reto: el Parque Nacional del Corcovado.
Llegué a Puerto Jiménez, en la península de la Osa, y pregunté a una lugareña dónde podía acampar. Me señaló con el dedo la playa. Allí solo había un manglar junto a unas lagunas y una pradera con sombra. ¡Perfecto! Sin embargo, me topé con Francisco, un tipo que trataba de sacarme unos dólares haciéndome creer que cuidaba de aquel lugar.
– No te daré un duro, amigo –le dije–, pero arrímate a la cazuela y sírvete un plato de espaguetis.
– Ok, gringo –respondió.
Al día siguiente atravesé los 45 km de camino selvático hacia Carate, un espectáculo de la naturaleza; papagayos, tucanes gigantes, monos araña, aulladores… y mi mejor sonrisa mientras tomaba un baño en la playa de Matapalo.
Un Pájaro con suerte
Al llegar a Carate –la entrada del parque del Corcovado–, me pidieron 100 dólares y otros 100 dólares diarios más por un guía (obligatorio). Refunfuñé, pero al darme la vuelta vi a un hombre mirándome atentamente con una montain bike. Era Milton, un ciclista local que era guía del parque y un experto del Corcovado. Se ofreció a hacer de guía de forma altruista, y me dijo que seguramente vería más animales fuera que dentro del parque.
Llevábamos tres horas caminando y Milton señaló a un árbol. Era un oso hormiguero que trepaba para comer un nido de termitas. El animal se giró y sus pupilas se dilataron.– Oye, Pájaro, nos hemos puesto en medio de la presa y el depredador.
– ¡Qué carajo dices, Milton!
Él me respondió: «Gírate lentamente, amigo». Y así lo hice… Mis ojos coincidieron por unos segundos con los de un gran felino, pero era tal la fascinación que sentí en ese momento que no tuve miedo. ¡Era un puma adulto! El animal nos observó durante unos segundos y se perdió entre la vegetación.
Mientras caminábamos, me decía a mí mismo: «He sido muy afortunado al ver un felino en su hábitat. He conocido guías en el Amazonas que jamás han visto uno». Pero antes de que pudiera darme cuenta, Milton me hizo un gesto de silencio.
– Hoy estás de suerte, Pájaro.
¡Era un enorme tapir! Estos animales son muy difíciles de ver.
Después de la caminata, os puedo asegurar que si queréis ver fauna salvaje y necesitáis un guía experto, Milton es vuestro hombre. Nunca vi tantos animales ni nadie tan apasionado por su trabajo.
Como si fueran perrillos…
Ya de vuelta en Puerto Jiménez y según preparaba la cena, le comenté a Francisco que no había visto cocodrilos. Él se sonrió y me dijo:
– Ven conmigo y les daremos de cenar.
– ¿Dónde?
– A 40 m de tu tienda de campaña en las lagunas.
Francisco empezó a llamar a los animales en plena oscuridad. Como si fueran perrillos, acudieron a la orilla y antes de que me diera cuenta estaba rodeado de ellos. Algunos de más de 4 m. Juanchita, gritaba Francisco dándole los restos del día de la casquería del pueblo. Si tengo que ser sincero, esa noche dormí tranquilo en mi tienda.
Playas de cocoteros, ríos bravos, caimanes… Pura vida
Continuando hacia el norte tomé la ruta llamada “la costanera”, lindas playas y más playas tras interminables hileras de cocoteros. De pronto un pick up se colocó a mi altura en plena carretera, y en un inglés muy americano me pareció oír: «¿Buscas alojamiento?». Era David, un ciclista americano residente en Costa Rica que me ofreció hospedaje en una impresionante casa llena de lujos frente a la playa. Al día siguiente, según nos despedíamos, David me comentó que si llegaba en julio a Alaska me recibiría de nuevo en su casa de Anchorage. ¡Cómo me gusta ser ciclista, amigos!
Continué hacia la península de Nicoya. Tras las primeras playas más comerciales, como Moctezuma, se acaba la carretera y comienza un camino que atraviesa lomas llenas de vegetación. Pequeños pueblos junto al Pacífico y papagayos sobrevolando sobre mi cabeza. ¡Qué bonito! –pensé–, pero el invierno acababa y los ríos estaban crecidos. Pude atravesar algunos con paciencia, pero me encontré uno muy bravo en cuyo lecho había un 4 por 4 atascado. Sin duda, el río me arrastraría, además el conductor del coche me confirmó que había visto caimanes merodeando. Tendría que dar la vuelta y pedalear día y medio hasta la carretera Interamericana. Tanto esfuerzo para nada.
«¡Pura vida, Pájaro!», gritaba Enzio, deteniendo su furgoneta en plena carretera. Era un seguidor de Facebook que me había reconocido. Me ofreció su casa y un plato a la mesa. Esa fue mi última jornada en Costa Rica con el Parque Nacional Santa Rosa al fondo, el lugar más lindo del Guanacaste. Nicaragua me espera, Trotamundos. ¡GO!