Si se quiere conocer alguna de las pequeñas villages perdidas desde Fairbanks hasta el estrecho de Bering, hay que coger un avión en alguno de los cientos de aeropuertos. Aquí hay más avionetas que coches.
«Alaska, la última frontera», así reza el eslogan en las matrículas de este estado, una bonita metáfora ya que también era mi última frontera. Aquí se acabaría Americleta y el sueño de atravesar de sur a norte el continente americano.
En este vídeo podéis ver a Josetxo a punto de emprender la última etapa de su aventura.
Tony y los salmones
Me encontraba a dos días de Valdez, respiré profundo y me dije a mí mismo «Hoy será un buen día», cuando escuché a mis espaldas la gravilla que se acumula en los arcenes. Con un golpe de manillar salí bruscamente de la carretera. En apenas dos segundos, pasó a toda velocidad una enorme furgoneta serpenteando de lado a lado de la carretera.
–¡Dónde vas, loco! –le dije haciendo un gesto con las manos.
De repente frenó en seco y, cuando estaba a su altura, bajó la ventanilla. Verás al final este imbécil me amarga el día. Veo un tipo desfigurado que con voz firme me dice: ¿Quieres venir dos días río abajo a pescar el salmón? Era Tony, un jubilado que había recorrido 3000 km sin dormir para pescar el salmón. Todavía con la sensación en el cuerpo de poder haber sido atropellado, tomé la decisión en una fracción de segundo. ¡Sí, claro!
A la mañana siguiente, subimos a un bote y bajamos por el río desde la aldea indígena de Chitina en dirección a Milles Lake, pero no creáis que fue gratis; aquel viejo cascarrabias me utilizó como mano de obra barata. Atiborrarme de salmón de primera calidad y la experiencia serían su moneda de cambio.
El color del río se torna muy oscuro debido a la fuerza de su caudal, que arrastra grandes cantidades de barro y arena. Esto nos impedía ver los salmones, pero Tony tenía un plan para mí. Aquel dictador me mantuvo dos días ocupado con algo parecido a un cazamariposas que sumergía contracorriente. De vez en cuando, sentía un golpe en las manos y amarraba con fuerza el tubo, tiraba con cuidado hacia arriba y ya teníamos ¡un enorme ejemplar de salmón! A las 7 de la tarde estaba reventado, pero Tony seguía gritándome «Una hora más y acabamos». Era su forma de ser, vivir en un eterno cabreo, pero yo sabía cómo tratarle y mantener su ego intacto.
No os perdáis este episodio de Josetxo con los salmones en este vídeo.
Esperando el ferri de Valdez
Con los brazos doloridos después de dos días de pesca, continué la ruta. Aquella noche dormí junto al glaciar Worthington, bajé a la laguna que se forma por el deshielo a llenar los bidones de aquel elixir y vi una nutria chapoteando. Corrí a por la cámara pero cuando volví la nutria ya no estaba. Acabé de rellenar las botellas y cuando me giré me encontré con aquellos preciosos ojos. Parecía deslumbrado con mi presencia. Era un lince. Con su esbelto cuerpo, posó ante mí como un modelo, pegó tres o cuatro electrizantes zancadas y desapareció.
Llegué a Valdez, pero el ferri acababa de zarpar. Tendría que esperar allí tres noches. Como no había ni in lugar para acampar, busqué un sitio en el único parque del pueblo, pero un policía me echó rápidamente. Donde quiera que fuese me encontraba con el mismo policía, tras sus gafas de espejo, repitiéndome «Here we do not want vagabonds». Me sentía como Sylvester Stallone en Acorralado. Acabé por meterme con la bici dentro de un baño público y echar el saco al suelo. Ese miserable no me vería allí.
En este vídeo podéis ver a Josetxo cuando por fin logró coger el ferri de camino a la península del Kenai.
23 kilos, 15 meses y una dura decisión
El ferri de Valdez hasta Whittier no tiene desperdicio. Se pueden divisar focas, nutrias, águilas calvas entre glaciares y montañas… Una delicia que saboreé desde popa hasta proa. Así entré en la península del Kenai. Después de visitar Seward, me dirigí a Hope, una village bastante más relajada y con buen ambiente para la acampada. Allí pasé mis últimos días antes de llegar a Anchorage. Cuando vi la placa que da la bienvenida a la ciudad no pude evitar emocionarme. Lo había conseguido aunque fuera a costa de los 23 kilos de masa corporal que me había dejado en el camino. Había atravesado el continente americano de punta a punta en poco más de 15 meses. ¡Objetivo cumplido!
Como siempre, busqué a alguien que me acogiese mientras esperaba mi vuelo. En aquella ocasión fue Karen, una excelente anfitriona. Sin embargo, esto solucionó mi maltrecha economía. Tuve que tomar una decisión: ¡vender la Enterprise! Había recorrido medio mundo sobre ella y me entristeció dejarla en aquella tienda…
Pero esto solo es el ecuador de esta vuelta al mundo, mis queridos trotamundos, ¡África me espera con todo lo que contiene!