Pedaleando por la maravillosa Cassiar Highway
Después de descansar un día en Telkwa, reanudé el viaje dispuesto a pedalear mis últimos kilómetros por la Yellow Highway. Decidí hacer un alto en Hazelton, una comunidad india que todavía conserva su village histórica, el llamado Ksan, con sus enormes tótems y sus viejas casas de madera. Un buen lugar donde acampar y absorber toda aquella energía milenaria. A la mañana siguiente, llegué a Kitwanga. Allí empieza la Cassiar Highway, una carretera de 730 km que discurre a través de la cordillera del Pacifíco en su parte mas inhóspita, una enorme masa forestal donde la fauna salvaje campa a sus anchas, hábitat natural del oso negro, grizzlies, lobos y caribús entre otras especies. Aparte de dos roñosas gasolineras y algunos campings cerrados, no encontraréis nada que llevaros a la boca.
Me habían contado maravillas de esta ruta y también que en esta época del año, cuando la nieve empieza a derretirse, los osos acaban su período de hibernación y deambulan por la carretera bastante débiles y hambrientos, ya que los salmones no comienzan a llegar hasta junio. Un anciano indio me dijo: «Tienes que llevar cascabeles para que perciban tu presencia; normalmente no quieren nada con el ser humano». Pero yo no hice caso. ¡Era yo el que quería verlos!
Llevaba solo 15 km por la Cassiar, abstraído por el paisaje, y no me di cuenta hasta tenerlo encima, a tan solo unos 30 m. ¡No me lo podía creer! Era un joven grizzly de unos 300 kilos en un pequeño montículo al margen derecho de la carretera. El animal, con la cabeza hacia arriba, olfateaba mi comida. Me imagino que mis tortillas mexicanas con sabor a orégano habría podido olerlas desde Alaska. Reaccioné en ese momento con tranquilidad haciendo sonar con fuerza mi vieja bocina de bici. El jovenzuelo pegó un pequeño brinco y se giró sobre sus patas traseras perdiéndose en el bosque.
Después de un encuentro así, la adrenalina se dispara. Es excitante ver a un depredador tan cerca, aunque también fui consciente de que debía ser más cuidadoso. Desde ese momento, siempre que acampaba en el bosque mantenía la comida lejos de mí. Hasta en 23 ocasiones me topé con osos en el Canadá, aunque solo tres de estos encuentros fueron con grizzlies; el resto los tuve con osos negros.
Según me adentraba más y más en el bosque, mi paz interior iba creciendo. No sé si fue el aire de aquellas montañas nevadas o detenerme a saborear el agua cristalina de los miles de torrentes y ríos que nacen por el deshielo, pero sentía que volvía a estar conectado con la Naturaleza. En alguna ocasión el zumbido de mis ruedas, provocado por el rugoso asfalto de la Cassiar, amargaba la existencia de algún castor afanado en construir su represa. Desde la lejanía podía ver a los caribús bebiendo en los lagos, que comenzaban a descongelarse por entonces; la silueta de un águila calva sobrevolando por encima de mi cabeza e incluso algún lobo negro cruzando delante de mí con cierto sigilo.
Extasiado llegué a Meziadin Junction casi sin enterarme. De allí parte la carretera a Stewart, conocido en todo el mundo por sus ríos salmoneros y por las imágenes de osos pescándolos. Desafortunadamente, se acabaron los seis días que tardé en recorrer esta carretera. En Junction 37 acaba la Cassiar y comienza la Alaska Highway. Me resultaba increíble, después de tantos meses de viaje, ver el nombre de mi destino en una placa.
Welcome to Yukon!
Tras dejar atrás la Columbia Británica, entraba en un nuevo territorio, el Yukon. Me dispuse a completar los 480 km que hay hasta Whitehorse. Fueron cuatro días de intenso viento en contra. El primer día llegué a un lugar llamado Ranchería, una gasolinera y un viejo hostal con vistas a un lago. La encargada al verme me dijo: «Chico, estás muy sucio y pareces cansado. Pasa dentro y te haré algo de cenar. Puedes darte una ducha y quedarte en una de las habitaciones. Mañana levántate a las 7 y te prepararé un buen desayuno. No te preocupes, no te cobraré nada. Welcome to Yukon!».
Mis encuentros con los osos continuaron. A veces me quedaba observando a mamá osa junto a sus crías remoloneando al borde la carretera. Me apoyaba sobre el manillar y me liaba un cigarrillo mientras los oseznos mordisqueaban su flor preferida: el diente de león. «Si yo fuera oso querría vivir aquí», me decía a mí mismo.
Llegué a Whitehorse y me dirigí a casa de un ciclista que tiempo atrás se había ofrecido a acogerme. Cuando nos conocimos en ruta, me dijo: «Nada más pasar el puente me encontrarás». Y cuando llegue allí lo comprendí. Phillip tenía un domo hecho con ruedas de bicicleta en la puerta de su casa. No os lo perdáis en este vídeo.
A duras penas, entre montañas de bicicletas, pude montar mi tienda en su jardín. Phillip es un fanático de la bici, un tipo encantador. Horas más tarde y con tan buena compañía y algunas cervezas de más me di cuenta de que ésta es la verdadera belleza del viaje, mis queridos trotamundos: compartir.