Acabó por no haber noche en el Yukon
Desde el norte de EE.UU. hasta el Yukon, en Canadá, la luz del día se fue alargando hasta el punto de que acabó por no haber noche. En principio, no quise darle la importancia que tiene de cara al descanso. Después de prolongadas jornadas de pedaleo, ni siquiera podía practicar mi afición favorita de sacar el pescuezo a través de la tienda de campaña y ¡mirar a las estrellas!
Salí de Whitehorse hacia la frontera de Alaska: unos 480 km de bosque, el mismo que llevaba recorriendo durante más de un mes. Acampaba en «áreas de recreación», como llaman aquí a los campings estatales, generalmente ubicados junto a lagos, ríos, montañas nevadas y lugares de excepcional belleza. Aquella noche o mejor dicho en aquel día eterno y después de haber intentado pegar alguna que otra cabezada, comprendí por qué desde hacía tiempo estaba tan cansado… La luz no me dejaba conciliar el sueño. Tenía que plantearme una nueva estrategia y hacer de este inconveniente una ventaja. Conseguí revertir la situación haciendo más kilómetros, aprovechando las horas de luz e intentando pegar ojo, aunque acabé por no querer saber de horarios ni calendarios.
«Into the wild» con Frank
Los parajes de la Alaska Highway en esta parte del Yukon son espectaculares. Me levantaba refunfuñando, pero después de 5 km rodando llevaba puesta una sonrisa, aunque siempre permanecía alerta a los ya habituales encuentros con los grizzlies. En este vídeo podéis ver uno de esos encuentros. Llegué al pueblo fronterizo de Beaver Creek y entré en el único lugar abierto, el típico local donde la camarera no para de servirte café y el olor a beicon es tan denso que las pestañas se te quedan pegadas. Allí conocí a Frank, un tipo directo y campechano que, tras preguntarme por mi bicicleta, me agarró fuerte del brazo y comenzó a hablarme de su trabajo como mushing (medio de transporte que utiliza perros de tiro para arrastrar un trineo) y de cazador holgazán cuando acababa la temporada.
Tras varias cervezas, la conversación se fue caldeando y, cuando me quise dar cuenta, estaba en su vieja ranchera Chevrolet recorriendo caminos forestales, desde los límites del Parque Nacional Kluane hasta los del Tathshenshini, una barbaridad de kilómetros. Fueron tres días apasionantes, un auténtico «into the wild» en versión canadiense. Por la mañana nos dedicábamos a la observación de fauna y flora recreándonos en la fotografía, animales y parajes que de otra forma me hubiera sido imposible conocer. Frank me enseñaba a diferenciar los excrementos y las huellas de los animales o las ramas quebradas por algún caribú. El segundo día nos encontramos con una manada de bisontes, que pasó ante nosotros sin mostrar temor alguno. Por las tardes sacábamos las cañas de pescar y en dos o tres horas teníamos una docena de peces.
– ¡Ya tenemos cena!
– Maldito borracho, acabarás con toda la cerveza. Déjame alguna –le dije.
– He comprado dos cajas más, español imbécil, así que cállate y enciende un fuego –me respondió.
Me despedí de aquel fenómeno entrañable con un fuerte abrazo y, cubriendo los últimos 32 km hasta la frontera, acabé con mi etapa en Canadá.
Welcome to Alaska!
Por fin, Josetxo ha llegado a Alaska: podéis verlo en este vídeo.
El primer día en Alaska acampé en Tetlin, un área de fauna salvaje junto a un hermoso lago. Al día siguiente llegué a Tok, un cruce de caminos que lleva a Anchorage o Fairbanks. Podría haber elegido el camino más corto y en tres días hubiera estado en el aeropuerto de Anchorage, dejando atrás esta vida de homeless. Mis piernas me decían «Para ya, Josetxo; vuelve a casa, a tu zona de confort», pero en ese momento no fui capaz de controlar mi adicción a las endorfinas, quería seguir. Decidí tomar un camino alternativo e ir hacia Valdez. Allí se acababa la carretera, pero podría coger un ferri que me llevaría a la península de Kenai –famosa en todo el mundo por los avistamientos de fauna marina– y así continuar haciendo más kilómetros.
Aquella tarde notaba la bicicleta muy ligera pese a llevar 15 kilos extras de comida. «Un par de rampas más y basta por hoy», pensé. Miré hacia la izquierda y vi una cabaña a unos 600 metros. Era la entrada del Parque Nacional Wrangell–San Elías. No voy a negaros que intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada. Probé con la trasera y ¡bingo! estaba abierta. En aquel momento me pareció un hotel de lujo con vistas a las montañas del Wrangell. Además quién carajo iba a pasar a esas horas. Levanté el interruptor del cuadro de luces, recargué baterías y teléfono, calenté café en el microondas y utilicé el servicio de los rangers para ducharme ¡con agua caliente! Al día siguiente, pensé en las consecuencias de haber invadido una propiedad del Estado. Quizás mi reloj biológico estuviera alterado por vivir sin noche o simplemente mi vida como outsiders me había convertido en un auténtico animal guiado por el hambre y el frío. Aunque, mis queridos trotamundos, también tengo mis miedos, como volver de nuevo a ser un ciudadano, un peatón con número de la seguridad social.
No os perdáis mi próximo post para conocer la última etapa de Americleta: «Alaska, la última frontera».