© Foto de cabecera home: Juan Carlos Muñoz/Shutter

De A Coruña a Asturias, pasando por las islas afortunadas, la sierra de Guadarrama o Andalucía. Tenemos más de cien bosques para viajar, para desconectar, para disfrutar de sus olores, de sus paisajes y, sobre todo, de sus sonidos.  Carlos de Hita, autor del libro y experto en «atrapar» sonidos, ha pasado años escuchando las historias que ellos cuentan.

En el blog viajero de hoy te dejamos 5 propuestas para que organices tu próximo viaje a uno de estos remansos de paz y naturaleza.

1. Parque Natural Fragas do Eume (A Coruña)

Es uno de los bosques atlánticos de ribera mejor conservados de Europa. Prácticamente despoblado, en laderas y cauces crecen viejos bosques de robles, chopos, fresnos y alisos. La alta humedad favorece la presencia de masas de helechos. El Parque tiene la forma de un triángulo cuyos vértices serían As Pontes, Pontedeume y Monfero. Ideal para perderse entre su niebla y disfrutar de uno mismo.


© Rivera Jove, V. / Anaya

«Fraga, en lengua gallega, significa bosque inculto, entregado a sí mismo, en el que se mezclan variadas especies de árboles. Si fuese solo de pinos o solo de castaños o solo de robles, sería un bosque, pero ya no sería una fraga.»
El bosque animado,
Wenceslao Fernández Flórez

Un temporal de poniente barre la costa gallega y sacude las copas de los árboles de la fraga, a pocos kilómetros del mar. Por el sonido, y según la escala de Beaufort, que calcula la velocidad del viento por sus efectos, podemos suponer que es un viento fuerte, frescachón en la peculiar terminología de la escala, con una velocidad de cincuenta a sesenta kilómetros por hora. El bramido en las copas suena, efectivamente, como un mar embravecido. Cuando arrecia, las hojas anchas de unos chopos crepitan y el bosque imita entonces el sonido de la lluvia. El viento tapa las demás voces. A duras penas se escucha el fraseo líquido de un mirlo, la llamada cantarina de un carbonero común, el trino de un pinzón vulgar.

2. Muniellos. Parque Natural de las Fuentes del Narcea. Degaña e Ibias (Asturias)

Muniellos es un santuario, y como tal es gestionado. Situado en unos valles cerrados, las visitas al robledal están sometidas a un cupo riguroso de veinte personas por día. Una vez conseguido el permiso, el caminante solitario lo agradecerá. La fauna silvestre también. Los valles de Viliolla y Valdebois flanquean un espeso robledal albar, con algunos retales de hayas y amplias orlas de abedules. Una excelente representación del bosque atlántico, un tapiz arbolado solo interrumpido por las lagunas de origen glaciar del pico de la Cardanosa y por las lleras, las pedreras que, como avalanchas de rocas detenidas, se desparraman por algunas laderas.

Muniellos es mucho más que la mejor arboleda de robles, hayas y abedules. Es, sobre todo, el territorio donde merodean los lobos.

Silencio en la hora del lubricán, cuando se apaga el crepúsculo, pero aún no es noche cerrada. Una brisa suave sacude las hojas y trae sonidos desde la distancia. Ulula un cárabo. Comienza el otoño y las manadas de lobos se reúnen en su aulladero, el área de reencuentro de la manada donde cada día se estrechan los vínculos sociales. Un aullido rompe el silencio. Un jabalí gruñe. Y a la llamada del lobo alfa, larga, grave, responden los demás miembros del clan, con las voces más agudas y juguetonas de los jóvenes nacidos la pasada primavera. Durante unos segundos el valle amplifica, estira los aullidos. Hasta que, de nuevo con la llamada del líder, vuelve el silencio.


© Mario Madrona Barrera / Dreamstime.com

3. Parque Natural Sierra de Grazalema. Pinsapar de Grazamela (Cádiz)

Una imagen norteña trasladada al sur. Bosques de abetos piramidales en laderas umbrías, muy apretados, oscuros. En febrero, mes de intensas nevadas, el Pinsapar es un paisaje alpino; el resto del año, hay condiciones de mejor temperatura, y bajo un cielo luminoso, el pinsapar es un paisaje paradójico ¿te lo quieres perder?

Hay un cupo diario limitado para realizar la ruta por el pinsapar, por lo que es preciso solicitar permiso. Además, para la visita en los meses de verano, desde junio hasta mediados de octubre, hay que contratar un guía autorizado y un seguro de responsabilidad civil, una medida tanto de vigilancia contra el peligro de incendio como de peaje obligado a la economía local. Las restricciones pueden aumentar en función del riesgo de incendio.


© Javier Sánchez

Mediado el verano, los piquituertos que han criado por los pinares aledaños buscan refugio en el pinsapar. Su parloteo se confunde con el canto rítmico de los carboneros garrapinos, los petirrojos y los chochines. El ambiente sonoro es casi primaveral, como si el frescor, la altitud y la sombra revitalizaran a las aves forestales y disfrutaran de una segunda época de celo. Los picos picapinos, por su parte, se limitan a reclamar, con una nota simple y repetitiva.

4. Laurisilvas de El Golfo. Valle de El Golfo (Isla del Hierro)

Desde la plataforma litoral que recorre la costa norte de El Hierro, el paredón semicircular del valle de El Golfo parece un segmento de arco de un gigantesco cráter volcánico desaparecido en el mar. Y bajo el agua están los restos, efectivamente. Pero no de un cráter, sino de una montaña rajada que en un ciclópeo desprendimiento se precipitó al mar. El tsunami resultante debió ser colosal, tanto como para alcanzar las costas de América. Pero aquí, en el escenario del derrumbe, quedó este acantilado inestable en el que, como jardines colgantes, crecen algunas matas de Monteverde, las laurisilvas de El Hierro.


© Javier Sánchez

Todo el desplome del valle es un mirador natural, una tupida red de senderos y pistas enlaza una serie de miradores, literalmente colgados de este abismo volcánico: el de Bascos, Jinama o la Peña, entre otros. Al pie del risco de Tibataje se puede visitar el ecomuseo de Guinea y el lagartorio dedicado a la cría en cautividad de los escasos lagartos gigantes de El Hierro.

Un pequeño rodal de laurisilva en las tierras casi verticales de El Golfo. Como siempre sucede en estos bosques cerrados, los horizontes visual y sonoro están muy cerca. Un mirlo silabea en primer término, con una canción limpia que sobresale por encima de las de otros mirlos, petirrojos canarios y algún herrerillo. Pero lo que hace extraño a este paisaje sonoro forestal es la intrusión de las voces del mar, las gaviotas que revolotean por la plataforma litoral, al pie de estos jardines colgantes.

5. Valsaín. Valle de Valsaín, sierra de Guadarrama (Segovia)

Todo el valle de Valsaín está descrito en su mapa. Como un relato minucioso, la toponimia del valle describe las formas de sus montañas y vaguadas, la vegetación que lo tapiza y las faunas que lo habitan.


© Sánchez, J. / Anaya

Por paradójico que parezca, la mayor parte del pinar de Valsaín, el mejor de toda la sierra, no está incluido en los límites del Parque Nacional de Guadarrama. La explotación maderera, sostenible y modélica, lo hace imposible. Cuenta, eso sí, con un plan especial de protección. La carretera CL-601, la de las famosas Siete Revueltas —que, se cuenten como se cuenten, son seis— atraviesa el valle, por el puerto de Navacerrada hasta las localidades de Valsaín y La Granja.

Luna llena de otoño. Dentro del bosque las siluetas de los árboles, sombras negras, contrastan con la fría claridad. Un lamento cruza la noche. El primero convoca a un segundo... y un tercero. Y hasta un cuarto, más lejos. Varios cárabos que deambulaban por ahí se cruzan en un punto, un rodal de pinos en el centro de un claro. Y durante unos minutos el bosque es un escenario fantasmagórico, una discusión por los derechos de los territorios de caza.